Corren malos tiempos para la lírica, no es un secreto para nadie, y peores para los pequeños negocios artesanos como las panaderías de barrio, que tratan de sobrevivir enfrentadas en singular y desigual combate con gigantes que son molinos, molinos que son gigantes. Nuestra suerte son nuestros quijotes. Uno de ellos, de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro como el Hidalgo Quijano, es Daniel Jordá, tercera generación de una familia de panaderos radicada en el barrio de La Trinitat, una de esas zonas de Barcelona a las que no llegan los turistas y sí mucha inmigración, casi en el cinturón industrial de la ciudad, lejos de la distinción de Sarrià o el Eixample.
Es allí, sin embargo, en la Plaça de la Trinitat Vella, donde Daniel hornea panes cada madrugada que pocas horas después viajan a restaurantes como el Diverxo de Madrid, el Martín Berasategui de Lasarte y tantos otros establecimientos gastronómicos punteros en Valencia, Alicante, Asturias o Santiago de Compostela… Incluso a Londres han empezado a llegar sus panes, mientras él despacha barras normales y corrientes a los obreros del barrio para sus bocadillos, pasteles para los cumpleaños de los niños, bollería para los recreos del colegio.
La explicación de tan pronunciada bipolaridad tiene su miga: El negocio familiar fundado en 1927 por el abuelo de Daniel languidecía de forma preocupante hace dos años, sobreviviendo apenas gracias a una venta cotidiana de baguettes a los vecinos que no hacía sino prolongar una agonía evidente. Pero entonces se produjo un giro dramático. Tras haber estudiado la carrera de Bellas Artes y haberse formado como panadero en Francia, Daniel tomó las riendas del negocio y decidió tirarse a una piscina donde no tenía ni idea de si encontraría agua o no.
Hizo una primera llamada a San Sebastián para ofrecerle sus servicios al restaurante A Fuego Negro: les propuso elaborar panes a su medida, que encajaran a la perfección con cada una de sus propuestas gastronómicas, y poco después trabajaba para ellos elaborando un pan de ketchup que utilizarían para su hamburguesa de Kobe. Después vinieron David Muñoz, Martín Berasategui y una sucesión creciente de nuevos cocineros interesados en el trabajo de ese maestro panadero desconocido para todo el mundo que podía fabricar los panes que se le pidieran: de naranja y chocolate, de ibéricos, de vino tinto, de ají, de carquinyoli y avellana, de cilantro, de miso, de torrija, de cerveza negra, de fresa y chocolate blanco, de wasabi…
La gran virtud de los panes de Daniel Jordá no es la, al parecer, inagotable cantidad de sabores y texturas que tienen los que comercializa actualmente, sino la maestría técnica en el diseño y elaboración que evidencian. Porque es ahí, en el potencial inagotable de su técnica de adaptación de sabores y productos al pan, en los muchos que todavía aguardan escondidos en su imaginación para servir de complemento ideal a las propuestas más creativas de la cocina contemporánea, donde reside el valor de la propuesta de La Trinidad.
El pan ha sido hasta hace muy poco el último de los convidados de piedra en la restauración de calidad española. El único producto sobre la mesa que se mantenía invariable ante una sucesión de platos prácticamente ilimitada en sus sabores, texturas y técnicas culinarias. Los panes de Daniel Jordá son la respuesta a una necesidad que siempre estuvo latente: que el pan que acompaña a una receta determinada sea un pan creado ex profeso para ese fin, para ese plato. No está mal, como recurso de supervivencia para una panadería de barrio.