La última cena está fechada el 30 de noviembre de 1996. No eran apóstoles, sin embargo, los comensales. Ni había, que se sepa, un traidor. Pero esa noche los restaurantes creativos habrán puesto una simbólica bandera a media asta, en señal de duelo: en el pueblo suizo de Crissier -junto a Lausana-, que su restaurante colocó en el mapa, Frédy Girardet guisó por última vez. Y sin embargo, aquel punto final derramó menos tinta que otros acontecimientos gastronómicos más vulgares.
¿Por qué se retiró, Girardet, si no habla de otra cosa que de restaurantes y comida y su pasión por la cocina parece intacta? A sus 83 años, Jean Ducloux, formado con Alexandre Dumaine y referencia de la cocina clásica francesa desde 1949, acaba de vender su restaurante de Greuze, pero se ha concedido un año más, "para colaborar con mi sucesor", dice. Girardet, en cambio, igual que Claude Peyrot -Vivarois, en París-, cierra sus puertas con veinte años menos, buena salud, sin problemas económicos. Pero justamente: Girardet es un hombre secreto y, para que rime, discreto. "No comment", podría ser su divisa.
¿Presentar a Girardet? Pero si este fenómeno lleva vendidos más de cien mil ejemplares, en francés -record del género, de su La Cuisine Spontanée (La Cocina Espontánea), publicado en 1982 y cuyo título, por una vez, define con exactitud el contenido. Sólo en 1999, o sea tres años después del cierre del restaurante, aquel libro tan extraño en el panorama de la literatura culinaria como lo fuera su autor en el planeta goloso, vendió más de mil ejemplares. Y los huérfanos de su cocina debieron aguardar julio del 2000 para sentarse a la mesa, de la cocina hogareña, con un nuevo recetario.
Por fin, el ermitaño accedió a publicar sus Émotions Gourmandes. Es decir "una ínfima parte de las recetas realizadas en Crissier entre 1982 y 1966, que modifiqué para que fueran más accesibles porque me gusta, como a tí, compartir mis conocimientos y poner mis creaciones al alcance de todos". Así le presentó el manuscrito, Girardet, a su amigo de siempre, otro coloso, Joël Robuchon, para pedirle que lo prologara.
"Un amigo fiel, una personalidad singular y un chef único". Esa definición de Frédy Girardet es de Robuchon, para quien los adjetivos que mejor le van a la cocina del genio suizo son estos dos: "pura y franca". Pero así como se habla de mundos paralelos, hay que convenir, en el caso de Girardet que este profesional para profesionales, unánimente considerado el símbolo de ese colmo de la excelencia que es la simplicidad genial, nunca estuvo en el momento justo ni en el lugar preciso.
Con la misma discreción que Girardet, con un mismo trabajo introspectivo y al margen de las modas, Robuchon pudo destacar rapidamente, sin embargo, porque, él sí, estaba en el lugar preciso: París. Y en el exacto momento en el que la nouvelle cuisine pedía una generación nueva. "Frédy Girardet -insiste Robuchon- es el más grande entre los mayores cocineros del planeta; autor de una cocina inteligente, tan espontánea como pensada, en una permanente búsqueda de perfección, disimulada por la simplicidad aparente. A través del respeto absoluto por los sabores y las texturas, Girardet instauró el culto del producto. Y fue capaz de crear acuerdos a veces sorprendentes pero siempre armónicos".
Hay quienes encuentran las antípodas a tiro de piedra. Este cronista, que fuera de Francia, España e Italia pierde sus referencias, y para quien, gastronómicamente, Francfort se resume al bocata salchicha, Hamburgo al de carne picada y Noruega y Dinamarca al salmón ahumado, exóticas aunque difundidas creaciones, recuerda maravillado su descubrimiento de la remota Suiza; su primera cena en Girardet como un viaje iniciático; acontecimiento puntuado por dos productos insólitos por mal conocidos: vinos y quesos suizos. Es decir, tintos rodanianos con el color de antes de la concentración y la materia; blancos sencillos y exactos; pastas de montaña con ese punto justo que demuestra que el restaurante no se limita a servir quesos comprados en la tienda.
¿Y la comida? En una cata en la que le correspondió comentar un gran burdeos de 1961, cosecha mágica, el gran enólogo Émile Peynaud lo hizo en corto y por derecho: "está muy bueno". Y si Peynaud, uno de los diez responsables de los grandes vinos del siglo, con cientos de páginas escritas y clases dictadas, limitaba el discurso, es porque nada más podía decirse. Anécdota válida para la cocina de Girardet: perfección sin estridencias. Una emoción, pero protestante; austera.
Hasta 1994, cuando Michelin decide llevar su guía roja hasta Suiza, y le concede de entrada las tres estrellas que gourmets y profesionales le habían dado in petto, Girardet es el campeón sin corona. Afortunadamente, un cuarto de siglo antes Gault et Millau, Colón de aquellos años, anunciaba buenas nuevas. De hecho, ya en 1969 la guía mensual, recién nacida, celebraba al joven suizo "que reemplazó a papá Girardet en el albergue de Crissier". Seis años más tarde, otorgaba a Frédy Girardet su llave de oro. Y en 1989 le confería el título de cocinero del siglo.
Del XXI, es lo único que piden aquellos que, siete años más tarde, aún tienen mono de Crissier.
Por Óscar Caballero