La Guía del Buen Vestir lo deja claro: "No hay que ir a la moda; hay que estar siempre de moda". No sé si Hilario Arbelaitz conoce este vademecum de la elegancia, pero sí estoy seguro que asumiría sus principios como cánones comparativos de su cocina. Es más, propongo que visiten al maestro guipuzcoano para comprobar lo que es un restaurante a la medida de cualquier cliente que tenga un mínimo de sensibilidad: el maravilloso y entrañable Zuberoa, de Oyarzun.
Integrado admirablemente en un bucólico paisaje de verdes pastizales, landas, hayedos y robledales, el viejo caserío Garbuno es el más hermoso de este valle cercano al Bidasoa, río del que hablaron Plinio y Estragón, y que es parte de la historia ancestral de los vascos. Con un prodigioso equilibrio de piedras y sólidas maderas, Zuberoa es el restaurante favorito de casi todos, al menos atendiendo al boca a boca confidencial y no a los escalafones de las guías. Si el baremo de las preferencias se ciñese a las reglas o criterios racionales de valoración el resultado sería idéntico, pues la sensación global después de una comida, la técnica que se aplica con mesura y sin efectos especiales que distraigan, la calidad de las materias primas, la armonía entre tradición y modernidad, el ambiente, la puesta en escena e, incluso, un precio comedido y razonable en relación con las facturas de otros grandes templos gastronómicos, son factores que justifican el mencionado favoritismo popular. La propia Patricia Wells, otrora crítica encumbrada y respetada por su púlpito del Herald Tribune, lo consideró uno de los diez mejores locales del mundo en la comentada relación que sacó a la luz a mediados de los noventa del siglo pasado.
Hablando de la obra de Hilario lo directo es resumirla como refinada, de sabores en libertad, respetuosos al máximo con la fabulosa despensa de esta tierra. Las salsas recuerdan el tacto de la seda; las presentaciones son de discreta elegancia y dignas de posar en las mesas de la impagable y viscontiniana terraza veraniega; las guarniciones se recrean en un jardín de hierbas, en los huertos cercanos. Es una cocina que olvidó, para bien, la tendencia de la complejidad y se decantó por navegar en océanos más calmados, maridando tres o cuatro elementos en cada propuesta para seducir y no impactar, profundizando en las posibilidades que todo manjar aún tiene por descubrir. Es, en suma, la cocina de la madurez oficiada por un artista.
El primer gran plato de este bertsolari de vocación, el que adquirió fama de leyenda para ser exactos, fue una interpretación de la cocina campesina de las Landas. Su memorable foie gras con caldo de garbanzos enalteció la suculenta culinaria de cuchara en un establecimiento de postín. A partir de ahí se disparó la fantasía y brotaron recetas imperecederas que toda persona cabal ha de reverenciar: el potaje de chipirones con bogavante, las manitas de cerdo con crema de pochas y puré de olivas, los raviolis de gallina al aroma de trufa, los frutos de mar con coliflor al curry, el risotto de ostras con endibias glaseadas y caldo verde, la tórtola o becada asada con el untuoso y antológico puré de patatas y la copa de arroz con leche e infusión de limón muestran la grandeza que atesora este chef tan genial como modesto; un cocinero permanentemente al mando de la nave, regular como pocos, alejado de lo mediático y apasionado de los suyos, de sus aficiones cotidianas que no cambia por el boato y el halago fuera de su territorio.
No puedo despedirme del Zuberoa sin mencionar una de mis debilidades: los aperitivos. Jamás he obtenido tanto placer cuando el paladar está virgen como con las copitas o cuencos que sirven en esta casa. Gelatinas en capas multicolores, emulsiones y espumas como caricias, soberanas composiciones de texturas y sabores. Bocados celestiales como la gelée de ostras y caviar con bacalao ahumado y crema de coliflor, como la pechuga de codorniz con hígado de pato batido y crema de lentejas o como la yema de huevo escalfada sobre mousse de ave ya forman parte de los pequeños placeres de la vida que preludian una jornada inolvidable. Zuberoa y la cocina de Hilario Arbelaitz son un regalo para el viajero gourmet; son como esos trajes bien cortados, siempre cómodos, atractivos, por los que no pasa el tiempo. La elegancia también se saborea.
Por Pepe Barrena