Érase un cocinero rebelde que se negó siempre a ponerse la toque de reglamento, prefiriendo en su lugar el tradicional sombrero paisano de su tierra, Saboya. Una manera de reivindicar su origen campesino y su formación autodidacta, pero también una forma de espetarle a la inmovilista aristocracia culinaria francesa un mensaje altivo y desafiante: "Yo no soy como vosotros".
Marc Veyrat, genio y figura, visionario y audaz, impertinente y combativo. Lo amas o lo odias, pero nunca te deja indiferente. Un chef inclasificable que parecía destinado a que su carácter indomito le cerrara todas las puertas, abocado al más injusto de los olvidos, pero que detenta hoy nada menos que seis estrellas de la Guía Michelin. Todas para él solito.
Un récord sólo alcanzado anteriormente por Alain Ducasse, aunque el nuevo padrino de la cocina provenzal no lograra conservarlo más de un año, quizá por carecer del don de la ubicuidad. En el caso de Veyrat, la máxima puntuación duplicada de la exigente guía roja, a fuer de justificada, tiene algo de truco: oficia de la primavera al otoño en el bucólico Auberge de l'Éridan, en Veyrier du Lac (a 6 kilómetros de Annecy), y con los rigores del invierno echa el cierre para trasladarse a La Ferme de Mon Père, en Megève (a un tiro de piedra de los Alpes). Así que sus tres estrellas, más que dobles, podrían considerarse itinerantes. Lo cual no resta el mérito de un hombre que ha sabido labrarse un camino propio en la alta cocina de autor, sin repetir fórmulas gastadas ni abrazar una revolución tecnológica que, la verdad, no le pega. Lo suyo ha sido, más bien, la reivindicación desprejuiciada de los productos autóctonos más sencillos, realzados aquí de manera asombrosa al asociarlos con mil y una hierbas salvajes más o menos desconocidas en el universo gastronómico. El camino no ha sido fácil, ni siquiera cuando creía haber alcanzado el Olimpo. Pero no adelantemos acontecimientos. Ya desde niño, Marc sintió la llamada de los fogones y su padre quiso inscribirle en diversas escuelas de hostelería de la región, pero todas le rechazaban. Así que tuvo que dedicarse a cuidar vacas y cabras: recorría los montes, estudiaba las maravillas de la naturaleza, esquiaba en sus ratos libres… Incluso llegó a convertirse en monitor de esquí: el único diploma profesional de su vida. Hasta que un repostero local le dió la oportunidad de trabajar con él como aprendiz y el chico no la desperdició.
En 1979, abre un bistrot cerca de su aldea natal de Manigod. Ha empezado tarde y quiere recuperar el tiempo perdido devorando ávidamente cuantos libros de cocina caen en su poder. Seis años después se muda al valle, creando el Auberge de l'Éridan, un modesto albergue-restaurante con el que cosechará sus primeros galardones.
Pronto entra en contacto con otros cocineros heterodoxos como Pierre Gaganire o Michel Bras, con los que comparte su sueño de llevar más allá los hallazgos creativos de la Nouvelle Cuisine de sus mayores. Pero, sobre todo, conoce a François Couplan, un experto botánico en quien encuentra un cómplice duradero para investigar las posibilidades culinarias de hierbas, raíces y flores salvajes (sus hallazgos en equipo están recogidos en el libro "Herbier Gourmand", editado por Hachette). "Este es un mundo fascinante en el que queda mucho por explorar -declara el chef-. Con François llevamos años estudiando las plantas, haciendo pruebas en la cocina, y me atrevo a decir que sólo hemos visto el 10 por ciento de lo que la naturaleza nos propone".
Así nace el mito Veyrat, acrecentado por su actitud pública de enfant terrible de la gastronomía gala (como le bautizó Christian Millau) y por sus provocadoras declaraciones a la prensa, pero sólidamente sustentado en platos tan conmovedores e irreprochables como la tarta de salmón y patatas con hojas de apio salvaje confitadas, los lenguaditos a la parrilla con flores de violetas, la trucha del lago en papillote a la flor de sal con hojas de rumex alpinus, la molleja de ternera a la gentiana amarilla, el salvelino alpino con zanahorias a la miel de abeto, la féra del lago (o coregono) con cordón de café torrefacto, la molleja de ternera al regaliz y la melisa o el surtido de crèmes brulées con diversos aromas de hierbas y especias. Cocciones brevísimas, infusiones de hierbas inyectadas con ayuda de agujas hipodérmicas y reduccciones de caldos en vez de salsas. Nada de nata o mantequilla, nada de grasa. Las setas, los quesos, las trufas, las frutas del bosque, la casquería y la caza completan el universo culinario de este cocinero empresario que, en 1992, hipotecó hasta el sombrero para trasladar el Auberge de l'Éridan a su actual emplazamiento, en una bella casona azul con vistas al lago, que conjuga el lujo de un Relais et Châteaux con una decoración llena de guiños rurales.
Las tres estrellas no tardaron en caer, pero poco le duró la alegría ya que, un año después, en plena crisis económica, la presión de los bancos -esa misma que obligó a Gagnaire a echar el cierre en Saint-Etienne- estuvo a punto de dar al traste con el negocio. Se salvó por los pelos renegociando el crédito, pero ni por esas se avino a contener su lengua. Denunció públicamente el anquilosamiento de la alta cocina gala, se atrevió a vaticinar (¡que le destierren!) que la gastronomía del futuro tenía pasaporte español y terminó fundando, en 2000, el llamado Grupo de los Ocho, con otros tantos cocineros afines: Gagnaire, Bras, Alain Passard, Olivier Rollinger, Jacques Chibois y otros. Todos, posando juntos para la foto y reclamando aire fresco y miras abiertas al exterior para la cocina del hexágono. Fue un bonito manifiesto del que quién sabe si a medio plazo se verán los efectos.
Entretanto, el "cocinero más loco del mundo", según el New York Times, ha seguido inventando: su último logro, la patatas fritas sin grasa (primero vapor y luego vueltas en la salamandra hasta que cristalice el almidón produciendo una textura crujiente). Pero sobre todo, ha consolidado su prestigio -y de paso sus finanzas- con esa segunda residencia invernal, La Ferme de Mon Père, inmediatamente clasificada con las más altas puntuaciones de las guías, cuya proximidad a la nieve le garantiza llenos diarios mientras dure la temporada de esquí. Un hotel alpino de auténtico ensueño, donde se desayuna frente a la chimenea y el suelo acristalado del restaurante, en el primer piso, permite observar al detalle la antigua granja de la planta baja. El nombre, por supuesto, está dedicado a su padre, igual que todos sus triunfos como cocinero. "Mis abuelos y mis padres fueron campesinos -escribe Marc el el prefacio de su libro "Fou des Saveurs"-. Gracias a su educación, terrestre y montañera, descubrí que había que comprender y amar la naturaleza para poder respetarla".
Por Juan Manuel Bellver