Seiji Yamamoto

WMvocento_admin
October 3, 2018

La primera vez que vi en acción a Yamamoto-san fue en el escenario de Madridfusión 2007. Usó tinta de calamar para serigrafiar un plato y servir un manjar sobre la hoja de un periódico. La noticia gustosa se comía sobre una página que incluso anunciaba el restaurante del creador: RyuGin. Y aun más: con esa tinta marina el cocinero fabricaba un código de barras cuya lectura permitía conocer los ingredientes del plato. "Estos japoneses, cómo inventan", se oía en el auditorio.
Sorpresa, ironía, genialidad… Un juego para servir emociones. Eso que ahora tanto proclaman los chefs occidentales. Y las emociones a veces son contradictorias: lo sensible y lo terrible. Porque Yamamoto-san, experto cortador de pescado (en su país un buen cocinero tiene que dominar el cuchillo como un samurai la espada) hizo en el congreso alarde de tajos certeros, casi imposibles a nuestros ojos, y mostró el arte de sacrificar y limpiar un pez vivo antes de transformarlo en pedacitos de sushi.
Esa ambivalencia emocional la viví tiempo después en Tokio, cuando fui algo más que espectadora de las habilidades gastronómicas de Seiji Yamamoto. En la cocina de RyuGin (como en otros fogones japoneses), el pescado fresco -es decir, vivito y coleando-, saltaba directo a una sartén con aceite hirviendo y se quedaba congelado con el movimiento del aleteo. Y así, como surcando el mar o el río, el pez era servido en la mesa. Una de las imágenes que más me impactaron de la cena en el restaurante de Yamamoto en Roppongi fue esa especie de jardín zen con el pescado nadando entre olas de sal y, en un extremo del plato negro de pizarra, una luna de miso rojo (o sol; hay un momento en la iconografía oriental en que se funden ambos astros). Dudé antes de lanzarme a remar en el plato con los palillos en la mano. Pero mi compañero de mesa y yo al fin surcamos el mar creado por Yamamoto-san y le respondimos con sonrisa y reverencia. "¿Oishii?" "¡Totemo Oishii!" Efectivamente, el cuadro dibujado por el chef estaba muy rico. Y todas las ilustraciones que compusieron el menú fueron un alarde de caligrafía culinaria. Con tecnologías de vanguardia y guiños bullinianos (espumas, aires, ahumados, nitrógeno líquido, tierras aromatizadas…), Yamamoto-san trazó un kaiseki (el menú largo y ritual de la alta cocina tradicional japonesa) digno del siglo XXI. Hasta 30 clases de vegetales y una docena de moluscos podían trazar el territorio de un plato. Todo un viaje de ingredientes regionales en el atlas de la mesa.
A los sensei (maestros) de cocina más ortodoxos lo que Yamamoto y otros colegas hacen les parece casi herético, "poco japonés" dicen. No es cierto. A los paladares internacionales que investigan los sabores de Oriente les (nos) parece muy japonés. La armonía de producto y naturaleza es omnipresente, salta del plato como ese pescado del paisaje zen.
"Los que vamos por libre somos lobos solitarios", me decía el monje-chef Hiroyoshi Ishida. Pues Yamamoto-san, más que un lobo, es un dragón. Así lo proclama el nombre (Ryu) de su casa, decorada con imágenes de ese monstruo imaginario que defiende lo que cree necesario. Es un cocinero buscador y vehemente que es capaz de radiografiar un hamo (anguila de Kyoto) para estudiar su anatomía y dominar su carne. Seiji Yamamoto (Kagawa, 1970), que bebió de la alta cocina con el maestro Hirohisa Koyama y a los 33 años montó su propio establecimiento, tiene ya tres estrellas en la francesa guía roja y escala rápido posiciones en la lista británica Restaurant. Precisamente en Londres lamentaba en abril pasado el impacto del desastre de Fukushima: faltaban ingredientes y comensales. Ahora, sacudiendo miedos, el dragón de plata (RyuGin) sale fuerte de su letargo.
Rosa Rivas