Hay pocas veces en las que una sociedad en su conjunto vive un acontecimiento que modifique al tiempo y del mismo modo y para todos sus miembros el día a día y las bases sobre las que se sustenta. Por eso cuando se trata de encontrar algún paralelismo con el confinamiento que vivimos, la primera idea de casi todo el mundo es recordar la guerra, posiblemente el más claro momento en la vida de un grupo humano en el que las reglas y los hábitos cambian de un modo radical. No vivimos en un conflicto bélico, pero nuestro estado de consciencia colectivo está alterado, como cuando sí lo hay.

csoriano
26 de Abril de 2020

BENJAMÍN LANA

Podría decirse que todos estamos viviendo una ensoñación, una realidad paralela. Creemos que somos los de siempre y estamos en los mismos sitios, pero en realidad solo vivimos en un tubo de cristal que está al lado. Cuando salgamos a la calle nos sorprenderemos de lo que hemos llegado a pensar durante ese tiempo de encierro involuntario. Nos hemos convertido en una sociedad que tiene nuevos héroes de carne y hueso, les aplaude y se vuelca en demostraciones de solidaridad, pero que al mismo tiempo, sin ser consciente, va acumulando una gran desconfianza entre sus miembros, incluyendo a sus gobernantes.
Por lo que parece, vamos camino de convertirnos en una sociedad desconfiada como pocas y eso tendrá algunas consecuencias que influirán en todas las facetas de nuestras próximas vidas.
El virus nos ha igualado a todos. Ha roto por un tiempo las tremendas diferencias sociales y económicas que caracterizan a una sociedad posmoderna como la nuestra. El COVID 19 no distingue al rico del pobre y a todos ataca y encierra en sus casas. Todo hemos vuelto al contacto estrecho con la familia, a cocinar a diario y sin prisa y a tomarnos el tiempo necesario para cada cosa, como hace cien años.
La cara más cruda
Es más que probable que el fin del confinamiento termine con esta situación y volvamos a una realidad en la que, hasta que los test masivos sean una realidad y, más tarde, llegue la vacuna, volverán las diferencias. Unos restaurantes podrán abrir y otros no porque la recesión económica se los llevará por delante. Unos ciudadanos tendrán pasaporte sanitario y acceso al trabajo y otros probablemente no. La cara más cruda de la vida se nos aparecerá como ahora se nos ha aparecido la de la muerte.
Fuera ya de esta ensoñación actual veremos si, como ya está pasando en China, los únicos que se atreven a ir a los restaurantes son los jóvenes, o si aquí son los gastrónomos y la gente con posibles. Es probable que aquellos establecimientos que no basan su modelo de negocio en un alto número de comensales por servicio y no tengan una gran dependencia del turismo extranjero sean los que podrán defenderse mejor en las ciudades. Una vez que no nos parezcan extrañas las obligaciones que se han impuesto ya en China, como obligar a los clientes a lavarse las manos al acceder al local, a sentarse en diagonal en vez de frente a frente, a llevar la mascarilla hasta el momento de darle al tenedor y a mostrar –quizás– un código en el móvil que acredita nuestro estado oficial de salud, la función no tendrá por qué ser muy diferente para el comensal. Sí lo será en la cocina donde los protocolos estrictos de desinfección y seguridad complicarán algo la faena, pero no de un modo determinante.
En los más de dos siglos que tienen los restaurantes siempre han conseguido permanecer abiertos. Lo estuvieron durante y después de la Guerra Civil y de otras contiendas feroces y tremendas. En momentos históricos muy difíciles la población buscó salir y divertirse y eso parece estar unido a la condición humana. Es cierto que acudir a un restaurante gastronómico va asociado a lo lúdico y nos parece que no se va a dar la situación para la diversión en circunstancias como las descritas, pero tan cierto es que aquello que ahora nos parece muy extraño dejará de serlo tan rápido como fue dejar de fumar en los bares.
Hosteleros con callo
Ahora que empezaban a volverse hacia el campo muchas miradas preocupadas por su futuro, se da la paradoja de que se ha convertido en un entorno más seguro que la ciudad. Y sus restaurantes quizás lo tengan un poco menos mal que la mayoría de sus primos urbanos. Cuando todos seamos liberados querremos ver espacios abiertos y poco poblados y comer tranquilamente de humeantes pucheros y brasas.
Si mientras tanto se trata de resistir, la resiliencia de los hosteleros rurales está más que probada. Tienen el hábito, el callo, de aguantar con menos ingresos y pocos clientes y el gran esfuerzo compensa el escaso personal. Mucho más difícil se antoja la vida para los que han hecho inversiones millonarias y asumido plantillas enormes y alquileres mensuales de 55.000 euros.
PPD. Midamos las decisiones que tomamos en este estado alterado de consciencia. Como escribía el cocinero Santi Taura, en este momento hay ideas a granel, pero la clave reside en no tirar el poco dinero que queda en «el gurú/ocurrencia de turno».