"Mi cocina es puramente intuitiva y está muy influida por la relación personal con el cliente. Si le conozco mucho o un poco, si me ha transmitido determinadas sensaciones, quizá haga platos más atrevidos o más elaborados o más austeros. Todo cambia en función de la percepción que yo tengo del comensal. No he estudiado en escuelas internacionales ni he hecho prácticas en restaurantes famosos. Pero he mamado la tradición culinaria de mi país (México) y mi estado (Guanajuato) y las tomo como punto de partida para cocinar en cada momento lo que me dicta el corazón. No soy un chef técnico, sino emocional". Semejante declaración de principios podría sonar un tanto impostada o incluso naif, de no ser porque el hombre con el que tratamos, Bricio Domínguez (Toluca, 1968), es verdaderamente como uno se lo imagina: una fuerza de la naturaleza, espontánea, amigable, hiperactiva, generosa, autoexigente, inspirada e inspiradora.
Bricio te escruta al saludarte como si fuera un antiguo caudillo azteca. Te toca y te abraza con su fuerte corpachón y parece como si extrajera una pizca de ti, que luego te devolverá a través de una receta sutil y emotiva, de apariencia simple y trasfondo inabarcable. Bricio no juega la baza del chef mediático mimado por los gourmets cosmopolitas. Lo suyo es cuestión de energías y buenas vibraciones. Transmite la autenticidad gastronómica, la grandeza de espíritu, la herencia cultural en permanente revisión de esa ciudad declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco que es Guanajuato.
Allí se mezclan las culturas indígenas con la huella colonial, casonas señoriales y barriadas coloridas, túneles y montes, turistas y estudiantes, establecimientos finos y puestos callejeros, la Universidad y la escuela de la vida, las venerables piedras de los antepasados y el ritmo palpitante de la calle. En la zona de San Javier está El Jardín de los Milagros, ese rincón como surgido de un relato de realismo mágico, a base de muros de piedra morada, árboles centenarios de zapote blanco y jardines, donde Bricio y su familia han creado un restaurante colgado en el tiempo, que sirve platos de apariencia colorida, sabor excitante y posgusto adictivo.
En El Jardín de los Milagros, dicen las crónicas, nuestro cocinero autodidacta reinterpreta el recetario prehispánico a su manera e improvisa recetas cada día, tratando de revivir sensaciones y recuerdos a través de una carta de autor con inequívocas raíces mexicanas, pero también guiños españoles y mediterráneos. No hace falta ser un experto en las distintas escuelas gastronómicas de este país inabarcable para caer rendido ante favoritos como el Caldo rojo de Yuriria con tropiezos de pato; los Langostinos al horno en salsa de paella líquida; el Solomillo de venado en jalea de aceituna verde con tropiezos de arándano; las Costillas de cordero con adobo almendrado con chile pasilla y reducción de xoconostle o el Dorado al horno con costra de cítricos.
Precisamente de la cocina ácida viene Bricio a hablar a Madridfusión, escenario en el que ya triunfó dos años atrás con una ponencia sobre cocinas prehispánicas. Obseso de los olores y de la memoria gustativa, el guanajuatense vuelve para mostrarnos técnicas, alimentos y combinaciones insólitas que tienen la acidez como principal protagonista