Carles Tejedor

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octubre 3, 2018

Un antiguo cine, en la confluencia de las calles Pau Claris y Aragó, en pleno corazón de Barcelona, acoge la última de las iniciativas encabezadas en cocina por Carles Tejedor. Una apuesta fuerte y arriesgada cuyo nombre es Lomo Alto.

Lomo Alto es un restaurante para carnívoros, aunque quizá deberíamos inventar un neologismo para él, algo así como “carnófilos”. Perdón por el palabro, pero es que no se trata de un local apto para cualquier aficionado a las carnes, sino para aquellos que quieran experimentar con unas maduraciones extremas que dejan muy atrás las ya conocidas prácticas de los asadores vascos –el elogio a la vaca vieja con un mes aproximado de maduración en cámara- y nos trasladan a una dimensión desconocida: vacas y bueyes madurados durante más de un año en las cámaras, que se ofrecen a la vista del cliente en una planta baja diseñada a modo de carnicería sideral, ultramoderna, con una segunda planta extraordinariamente original y confortable, todo ello obra de Lázaro Rosa Violán.

Lomo Alto quiere ser el gran templo mundial de la carne, no un restaurante más. El olimpo de la proteína cárnica, la materialización del infierno para los veganos, con sus brasas encendidas y todo. Un lugar donde puedan degustarse las mejores razas ibéricas de bovino, con especial atención a la Rubia gallega y la Sayaguesa, buscadas en todo el mundo por los gastrónomos más avezados y menos apreciadas entre nosotros de lo que merecen. Entre sus proveedores, se cuentan empresas como Lyo o El Capricho, con una extensa hoja de servicios en la comercialización de carnes maduradas.

Para la selección de esas carnes, en Lomo Alto prestan una atención crucial a la crianza a la que han sido sometidas las reses y muy especialmente a su alimentación durante el último año de vida; a saber si los animales han trabajado o no y al modo en que se ha llevado a cabo su sacrificio, que en todos los casos tiene que haber sido en ausencia de estrés.

Por lo que respecta al proceso de maduración, todo un rito, resulta crucial, primero, el despiece de los animales, que tiene que realizarse de la forma adecuada para que luego soporten más de un año en una cámara. A partir de ahí llega el secado, durante veinte o treinta días, que formará una capa protectora sobre la carne. En ese momento es clave el control de la temperatura y la humedad.  Viene entonces la maduración como tal, por el tiempo que se estime conveniente, y tras ella el afinado: la carne ha “dormido” muchos meses y debe despertar de forma lenta, durante dos o tres semanas a temperaturas más suaves. Para terminar, doce horas a temperatura ambiente antes de su cocción.

Es entonces cuando los camareros la ponen a la vista de los clientes en la sala, etiquetada, pesada, y con el precio a la vista –un precio digno de la más alta consideración-, para que estos puedan elegir una pieza con nombres y apellidos. La cocción se realiza en tres parrillas abiertas, diseñadas por la empresa Josper siguiendo las indicaciones del propio Tejedor. 

 

El resultado, carnes con texturas de seda, con sabores y aromas complejos,  desacostumbrados. ¿Genialidad o locura? Pasen y vean. 

Por Miguel Ángel Rincón