Carmelo Chiaramonte

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octubre 3, 2018

Empecé a interesarme por la cocina en cuanto me inscribí en el Instituto Hotelero de Siracusa. Sustancialmente, en los programas didácticos no estaban previstas muchas matemáticas y luego me fascinaba la idea de hacer un trabajo viajero. Así pues, ninguna inclinación o vocación, ni siquiera en sueños.

Enseguida empecé a trabajar, durante los años de estudio, y respiré a fondo el aire denso de las cocinas de los restaurantes de Siracusa y del ragusano, pero pronto hubo algo que no me gustaba. Al no tener motivos para entender lo que era, me dirigí a otras cocinas en Véneto y en Liguria.

Después, di el salto más grande y desembarqué en Suiza, tratando de entender lo que era esa alabada cocina de alto rango internacional. Entre demi-glaseados, caldos infinitos, mayonesas y salmones, comprendí que la cocina que más me atraía era la popular de Italia. Esa cocina que no estaba en los restaurantes, sino en las casas de la gente. Los sabores en los que no adviertes el oficio absoluto del cocinero que doma los alimentos; los manjares que, probados, dibujan la geografía de un territorio, ahora llano, ahora atestado de barrancos y montañas o lleno de colinas que se encuentran por toda la península hasta plantarse ante el mar.

Desde 1991 he apostado por Sicilia y nunca me hubiera imaginado que pudiera hablar un día, a los demás, de mis búsqueda y de mi mirada cariñosa hacia las raíces de una cultura y de unos alimentos.

En Sicilia, como en muchas partes del Sur de Italia, todo lo que representaba el recuerdo de una cierta pobreza ha sido lanzado a la oscuridad de la noche en la que no hay memoria. Artesanía, realidades agrícolas familiares, músicas y costumbres.

Mucho hemos olvidado a favor de un progreso que ha dirigido su mirada al modelo de vida occidental, a su estatus y a sus comidas.

De este modo, me he encontrado merodeando por la isla en busca de conversaciónes con campesinos testarudos y con los ganaderos obstinados. Gentes en fin que, en su pequeño espacio, han mantenido en vida productos y usos alimentarios característicos de la verdadera cultura del territorio isleño. Me concedí un paréntesis desembarcando en Malta, en el 93. Por primera vez, he dirigido una cocina y puesto en práctica las enseñanzas recogidas de aquí y de allá.

Un trabajo tan intenso que, después de un año, decido poner todo en tela de juicio y dedicarme a un nuevo trabajo: la vitrofusión. Un proyecto, en común con un buen amigo, del que poco sabíamos ambos. Así pues, experimentamos durante un año entero e hicimos muchos pequeños progresos.Todo ello con la chaqueta de cocinero olvidada mientras la mirada de mi gente querida me decía "¡pero qué pretendes!".

La experiencia no terminó bien por desacuerdos con mi socio y volví a los hornos, habiendo ya olvidado para entonces mucho del oficio de cocina. Poco a poco fui sacando los recuerdos de mi infancia, de mi larga vida con los sabores de mi campo. De aquí surge una voluntad más fuerte de buscar las raíces de una determinada cocina, no lejana de mi modo de ser y de mis ganas de comer: sí, ¡no puedo cocinar lo que yo mismo no me comería con voracidad!.

Catania ha sido la ciudad que ha visto crecer a un joven cocinero y los paladares del Etna me han echado una mano en la defensa de mis ideas, pero nunca he intelectualizado un plato. Las recetas me salen de la barriga o de las ganas de hacer que la boca de alguien se entretenga. Mi inquietud y los diferentes encuentros con amigos me han llevado a ofrecer un lenguaje más variado a la cocina y a su placer material. ¡De este modo, he inventado divagaciones gastronómicas combinadas con exhibiciones teatrales y conciertos reales, pero no toco ningún instrumento, más que la batería de cocina!.

En los últimos años, mi cocina ha cambiado un poco: desde la observación de la tradición, la he impulsado hacia la diversión más amplia y hoy logro pensar con más convicción en el hecho de que cocinar es una actividad no lejana de otras formas creativas. Si se puede entender como arte, tiene la suerte de ser volátil y por tanto viva en el momento de la degustación y luego, en el recuerdo. Los cuadros quedan. También las estatuas y los monumentos que a veces no son fáciles de digerir.

Desde que me ocupo de televisión, he tenido la oportunidad de experimentar lenguajes y diversiones que implican al espectador, dejándole un cierto deseo de liberar los temas de gastronomía de inútiles academicismos.

En fin, mi trabajo me gusta mucho, gasto muchas energías en ello, pero mis músculos se distienden en cuanto la cara del cliente curioso se relaja con el breve placer de una comida, antes de volver al caos de las ciudades.

 

Por Carmelo Chiaromonte