Jordi Vilà

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octubre 3, 2018

Talento natural 

Jordi Vilà goza de un extraño consenso en este mundo nuestro tan poco dado a los acuerdos: es considerado por la mayoría, incluyendo el propio Adrià, el mejor cocinero creativo de Barcelona. Y aún se le podría considerar uno de los chefs más frescos e interesantes del complejo panorama culinario nacional. ¿Cuál es la razón de esta armonía social? El talento, amigos, el talento. Así de fácil.

 

Su despertar a la profesión fue en Casa Irene, restaurante pirenaico de argumentos contundentes y quereres reales. Allí Vilà redescubrió aquella emoción que le había pillado de niño con su madre. Aromas, sabores… ¡Mmm! Más adelante en la carretera le aguardaba Neichel, donde empezó a conocer la realidad umbrosa de un gran restaurante. Pero fue en Vivanda, un restaurante sin ínfulas en la parte alta de Barcelona, donde se hizo por fin cocinero. Luego ya fue a por nota: Joan Piqué le hizo despertar a la creatividad fresca y al conocimiento de los fondos; Jean Luc Figueras le mostró la especularidad del interior y el exterior de un restaurante, como reflejar lo gastronómico desde lo culinario.

 

Fue en este último establecimiento, ya desaparecido, cuando empezó a pensar en dar el salto. Entonces le ofrecieron un local oscuro, de pasado canallesco, en plena zona del ya decrépito Parallel barcelonés. Allá fue. Recuerdo aquella luz mortecina y el eco apagado de las vedettes del Molino… Y, desde luego, el fulgor que surgía de los platos que preparaba junto a Oriol Rovira (ahora, Els Casals) y, más tarde, con Albert Ventura (hoy, Coure), y que servía su mujer, Sònia Profitós. ¡Jo! Allí surgió el eternamente triunfante arroz con azafrán, ñoras y cigala, un plato que se le ocurrió a Ventura pero al que Jordi le dio chispa añadiéndole mantequilla de avellanas.

 

¿Hablábamos de talento? Abrevadero, que así se llamaba el restaurante, fue por delante de todos, de Àbac, de Comerç 24… Era un local de culto. Y aunque Vilà, currando sin descanso en la cocina no se enteraba de lo que estaba pasando afuera, el fervor por su cocina desinhibida y lúcida fue creciendo exponencialmente. Coca con sardinas, huevos fritos con sobrasada, rape al "all cremat", cola de buey -con hueso- y tripas de bacalao… ¡Ah!

 

Al final, se convenció de su éxito. Y volvió a hacer las maletas. Alkimia. 2002. A los dos años ya tenía la primera Michelín. Tiempos de platos excelsos como el cap i pota con mantequilla negra, la espaldita de lechazo churra -avant la lettre-, la ostra con coco… Sí, sí, también el arroz de ñoras. Y el canelón de pollo de payés con bechamel de almendras y ensalada fresca de recuerdos maternales. O el insuperable tartar a la soja con patatas soufflé y mantequilla especiada. Y tantos otros…

 

Hace dos años, como el que pasa por ahí, se inventó un plato azul. "Mar endins" (Mar adentro). Tamaña osadía no pasó desapercibida, puesto que conociendo la seriedad y solidez de este chef la cosa no podía ir de "epater les critiques". No, amigos. Vilà buscó y buscó para hacer un plato que fuera el mar incluso en la mirada. Lo consiguió con albahaca morada, que, graciosamente, se torna azul Prusia en contacto con las cigalas y el perejil. Plato monumental, invasivamente marino, opulentamente exquisito.

 

Efectivamente, la cocina de Jordi se mira en la naturaleza, en su perfección compleja. Vilà, pues, desde su otro yo "campesino", busca el producto extremo para extraerle toda la gloria de su esencia. Para conceptualizar los platos usa sistemas no por obvios menos interesantes: ¿qué quiero destacar de este producto? Y entonces toda la creatividad gira alrededor de ese matiz, con elementos rompedores que erradican la monotonía a la vez que denotan un gusto innato por el contraste brillante y sin timideces.

 

Dice que ahora persigue simplificar los platos y radicalizar el discurso.

 

Tira millas, Jordi.

 

Por Xavier Agulló