Juan Mari Arzak

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octubre 3, 2018

La leyenda de los Arzak

El País Vasco es una tierra de viejas historias que mueven los vientos a su merced a través del tiempo. Lo más bello de estos relatos es que nunca sabremos de verdad dónde empezó la realidad y en qué momento brotó la genialidad. Cuenta la leyenda que una noche de tormenta un viejo drakar vikingo naufragó en la costa vasca. Dicen por los caseríos que miran al mar que fue en la bahía de Txingudi. El barco guerrero huía tras asaltar las pequeñas aldeas de la costa. Desde la popa de aquel barco se cayó una vasija de barro al agua, en medio de un fuerte oleaje. A la mañana siguiente, cuando el mar se quedó en calma, la vasija de barro comenzó a flotar solitaria como único testigo de la tragedia. Al atardecer de aquel día, cuando la marea se retiró dejando al descubierto las rocas de la costa, la vasija se quedó encajada en un peñasco. Con la luna, el mar volvió de nuevo a cubrir la roca y aquel recipiente de barro se sumergió para siempre en las profundidades de Mar Cántabrico.
Pasaron los siglos y la leyenda se quedó en la memoria de los pescadores, que contaban a sus hijos aquella historia en forma de cuento, la de la vasija de barro que olvidaron los vikingos en su tierra. Pero diez siglos después, una tarde un pescador encontró la vieja vasija entre las redes de su barco. Intuyó que, por su tamaño, podría ser la famosa jarra vikinga. Cuál fue su sorpresa cuando, al introducir la mano por la boca del recipiente, recibió un doloroso pinchazo. En su interior había crecido una enorme ‘cabra de mar’. Nadie se explicaba cómo un pez como el krabarroca se había alojado en aquella cavidad adquiriendo un tamaño considerable, ocultando sus puntiagudas púas tras una espesa capa de algas.
Así fue cómo llegó la vasija de barro al Alto de Miracruz, en Donostia. Era la década de los 80 del siglo pasado. Un joven cocinero, nieto de Escolástica e hijo de Paquita, contemplaba asombrado aquel hallazgo. Cuando lo sostuvo entre sus manos, su hija Elena –entonces una niña- quiso saciar su curiosidad tomando el recipiente entre sus manos, pero este se cayó al suelo. Así entró, en la famosa casa de comidas de esta familia, un pez feo, casi terrorífico por su apariencia, que lograría perpetuar su nombre en la historia de la cocina mundial. Desde entonces, en todos los libros relacionados con el mar y la cocina, el cabracho permanecería ligado al cocinero vasco Juan Mari Arzak.

Y es que Arzak es una leyenda viva de la cocina. Elena, su hija, es la confirmación de una saga con más de un siglo de existencia. Juan Mari ha logrado lo que apenas ha conseguido un puñado de cocineros del planeta: haber formado parte de la historia reciente de la cocina, estampando su genialidad, generosidad y oficio en la comanda universal. El cabracho es solo un ejemplo de la estrecha relación que ha mantenido Juan Mari con las materias primas de su entorno, en especial, las que vienen del mar. Y cuando Juan Mari ya había logrado todos los reconocimientos de la sociedad, de sus compañeros y de los foros gastronómicos del mundo, su hija Elena recibía el mayor refrendo, con el nombramiento de mejor cocinera del mundo.

 
Hoy, los miles de tarros de vidrio y metacrilato del laboratorio y la cocina de Arzak guardan en su interior los secretos de ingredientes, especias, fórmulas y burbujas de creatividad que cada día saltan, de la cocina al plato, afianzando su trabajo. Juan Mari y Elena Arzak son a San Sebastián lo que el Monte Igueldo y el puerto a la bahía de la playa de la Concha. Dos faros que alertan a los viajeros sobre la existencia de una vieja casa de comidas situada en el Alto de Miracruz que, sin perder sus raíces, crece cada día de la mano de la innovación y la creatividad.
La esencia de su cocina estará siempre dentro de esa vasija de barro cuyos fragmentos siguen ocultos en alguna parte del restaurante Arzak, en el Alto de Miracruz, en Donostia. En alta cocina hemos logrado capsular el aire. Pero Juan Mari lleva años comprimiendo vientos en una vasija de barro, de sueños y de afectos.
 
Por Javier Pérez Andrés, ‘Argimiro’