Marta Ortiz es uno de los grandes activos de la cocina mexicana actual, una mujer que llegó a los fogones desde el estudio de las tradiciones culinarias de su país y que habla de México a través de cada uno de sus platos -platillos, que diría ella-, con una encomiable capacidad para conjugar tradición y modernidad, sutileza, sensualidad y personalidad.
Pertenece a una familia de intelectuales: su madre es una pintora de reconocido prestigio, su esposo fue presidente del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes de México y ella misma estudió ciencias sociales en el Instituto Tecnológico Autónomo de México, antes de sospechar siquiera que sus investigaciones de entonces acerca de la trascendencia de la cocina en el devenir de la sociedad mexicana terminarían por convertirla en una cocinera de vocación tardía e irrefrenable. Fue su conocimiento de la cocina tradicional y su inquietud por adaptar esas cocinas del México viejo a la modernidad lo que convirtió a Águila y Sol, su anterior restaurante, en una de las referencias imprescindibles de la cocina contemporánea en el país azteca. Pero aquella aventura vio su final hace ahora dos años. Desde entonces México esperaba su regreso.
En este 2010 Ortiz retorna a la cocina y lo hace con dos iniciativas paralelas, dos restaurantes que se ubican prácticamente uno frente a otro en la colonia Polanco de la capital mexicana. Ambos nacen de la colaboración de la cocinera con el hotel boutique Las Alcobas. El primero se llama Barroco, se encuentra en el interior del propio hotel y rinde homenaje a los sabores del mundo, interpretados, eso sí, desde una perspectiva mexicana, tamizados por el toque personal de Marta y construidos sobre la base de unos ingredientes de primerísima calidad.
El segundo, Dulce Patria, es otra cosa. En este restaurante la cocinera ha recuperado parte de su bagaje anterior al frente de Águila y Sol desde un planteamiento más abierto a la sensualidad, a la diversión si se quiere, entendida como una suerte de complicidad entre quien crea los platos y quien los disfruta. Dulce Patria es en algún sentido una reinterpretación sofisticada y gourmet de las tradicionales cantinas mexicanas, siempre y cuando seamos capaces de entender esta imagen dentro del contexto de la Colonia Polanco en el D.F, esto es, el barrio más estiloso, caro y sofisticado de la ciudad. Dentro de ese entorno, en este nuevo establecimiento la cocinera rescata rasgos y costumbres del pasado de México y lo viste todo con un halo de sensualidad y diseño que forma parte del deleite que nos ofrece la comida como experiencia en el entorno envolvente de su restaurante.
Hay una profunda conciencia estética en la cocina de Marta Ortiz, que se mantiene hoy tan presente como lo estaba en sus anteriores proyectos y se revela en una voluntad inquebrantable de conquistar al comensal a través de los ingredientes, sus sabores y sus aromas, pero también de toda la magia que rodea al plato y al cliente sentado a la mesa, espectador y protagonista de un espectáculo en el que todo juega un papel: Los nombres de las elaboraciones (La flor más bella del ejido, Raspados de la melancolía), la ambientación, la luz, los sonidos… todo aquello que hace de la comida una celebración sensual, casi un rito hedonista cuya raíz es siempre "el amor a lo propio".
La trayectoria de esta brillante cocinera mexicana, más allá de sus restaurantes, ha estado marcada por sus innumerables asesorías gastronómicas, la creación de conceptos culinarios específicos para distintas entidades y empresas y la proyección de una imagen de la gastronomía mexicana ejemplarmente actualizada, fundamentada en una sólida formación conceptual previa que no le impide desplegar las alas de la pasión culinaria. Todo ello configura el perfil de Marta Ortiz.
Por Miguel Ángel Rincón