El cocinero artista
Lo normal al redactar el perfil profesional de alguien de quien tanto se ha hablado y escrito es intentar evitar los tópicos, volcarse en el detalle para eludir lo consabido, buscar las bandas para abrir el campo de juego, que dirían los cronistas deportivos. Lo que ocurre es que para hacer todo eso es imprescindible que el personaje en cuestión no se haya ocupado él mismo de establecer los episodios de su propia biografía.
Pierre Gagnaire, el más creativo y audaz de los cocineros franceses actuales, si hacemos caso a los muchos críticos que lo consideran como tal, se define a sí mismo como un cocinero artista que descubrió un día, en un comentario redactado por un gastrónomo acerca de uno de sus platos, que la cocina puede transmitir, como el óleo sobre el lienzo y la letra sobre el papel, emociones, ideas, estados de ánimo.
Ese momento marcó el antes y el después de un hombre cuyo devenir profesional ha estado lleno de hitos memorables. Su trayectoria se inicia allá por 1976, cuando asumió la dirección del restaurante propiedad de sus padres, Le Clos Fleuri, en una localidad cercana a St. Etienne. Para entonces, tras haber comenzado sus estudios de cocina a los dieciséis años y haber trabajado junto al que considera su maestro, el cocinero Jean Vignard, comienza a poseer una idea clara de la diferencia que media entre el trabajo que realizaban sus padres y el que se siente capacitado para desarrollar él mismo, razón por la cual en 1981 abrirá, ya en la propia ciudad de St Etienne, un nuevo establecimiento gastronómico propio, Aux Passementiers.
Este será el lugar que empiece a hacer del suyo uno de los nombres relevantes de la cocina gala de finales del siglo XX. La Guía Gault Millau, tres años después, le otorgará una calificación de 18/20. La Guía Roja dos estrellas, lo que le anima a ir aún más allá y abrir otro restaurante, en 1992, todavía en la ciudad que le había visto crecer como cocinero pero mucho más selecto. Su tercer restaurante, reconocido con tres estrellas por la Guía Michelín, cierra en 1996, recién ingresado en el club de los grandes entre los grandes, por bancarrota. La ubicación en una ciudad industrial no se correspondía con la envergadura de su proyecto creativo.
¿Se puede morir de éxito? Tal vez, pero eso no le ocurrió a él, ya que gracias a la ayuda de amigos y admiradores de su trabajo ese mismo año se instaló en París, en un local y una localización, la de la calle Balzac, 6, donde continúa estando hoy su "sancta sanctorum", en la que por fin todo respondía a las necesidades del cocinero artista: la ciudad, el público, el local.
Tardarían poco en llegar de nuevo las tres estrellas Michelín y a partir de entonces, sin modificar un ápice su talante creativo, revolucionario en ocasiones, vanguardista hasta el punto de hacer de él la cabeza visible de la investigación culinaria francesa de la mano del científico Hervé This, llegó la consagración definitiva y la proyección de su genio hacia rincones del mundo tan dispares como Londres, donde dirige el restaurante Sketch, Tokio, Hong Kong o más recientemente Dubai, entre otros.
¿Cómo definir su cocina? Quizá como la de un creador efusivo y audaz de combinaciones impensables que gracias a su inspiración meteórica dan como resultado platos deslumbrantes, sofisticados, únicos. Enemigo de las recetas cerradas, le ocurre con frecuencia que modifica los componentes de una de sus elaboraciones en el último instante antes de servirlo. Inscrito desde los años ochenta en la nómina de los cocineros franceses de la nouvelle cuisine, su trayectoria posterior le ha llevado a ser reconocido como uno de los principales baluartes de eso que algunos críticos de este lado de los Pirineos denominan la cocina tecno-emocional: la ciencia, el talento y las materias primas reunidos para la creación de sensaciones en el plato. Él por su parte, habla de "constructivismo culinario" al referirse al sustrato intelectual sobre el que reposa su trabajo. Gagnaire se siente, es y transmite la imagen de un artista genial cuyo lenguaje expresivo son los ingredientes de su cocina.
Por Miguel Ángel Rincón