Durante las últimas décadas han ocurrido tantas cosas en la galaxia dulce de la gastronomía que requeriríamos un libro entero para detallarlas.
Ocurre, no obstante, que determinadas figuras nos permiten trazar una línea evolutiva de la pastelería universal sin desviarnos de la sucesión de hechos que jalonan su biografía profesional.
Es el caso de Pierre Hermé, quien más que sumarse a cada una de las transformaciones que han traído consigo los nuevos tiempos las ha encabezado en buena medida. Hermé representa la cuarta generación de pasteleros de una familia que lo vio nacer en la localidad alsaciana de Colmar. Y hasta ahí las referencias familiares. Lo que él es hoy comienza exactamente el día que a los catorce años se va de su pueblo a París para iniciarse como aprendiz al lado de Gaston Lenôtre. De él aprende el rigor del oficio, la profesionalidad que exige el arte de inventar delicias dulces. Allí se empapa de la creatividad y del talento de quien siempre a partir de entonces considerará su maestro. Cuando pasados los años abandona a Lenôtre para comenzar a volar por sí mismo, lo hace con las alas fortalecidas por un noviciado severo y adornadas de un plumaje todavía discreto que a partir de entonces irá mutando hasta adquirir una tonalidad deslumbrante que le es exclusiva y absolutamente personal. Aquella etapa quedará pronto atrás. No olvidada, pero sí ampliamente superada. Bélgica y Luxemburgo lo ven nacer como pastelero independiente. Allí rompe sus primeras lanzas, comienza a hacerse un nombre, afina su manga pastelera hasta la llamada que cambiará su vida: con 24 años, la firma Fauchon lo contrata como director de su sección de pastelería. Después de eso ya nada será igual. ¿Por lo mucho que afectó su etapa en Fauchon a su estilo? No necesariamente.
Si algo impone una firma tan grande a quien trabaja en ella es precisamente que se adapte a los gustos ya establecidos de un cliente a quien no hay que sorprender, sino conservar. Y sin embargo, vistas las cosas en perspectiva, resulta difícil imaginar a quien es hoy propietario de 13 boutiques en Francia, 12 en Japón, 2 en el Reino Unido y 1 en Qatar sin su paso por esa incomparable factoría del lujo gastronómico que es la firma francesa. De Lenòtre aprendió el oficio, de Fauchon el secreto para triunfar en el selecto mundo del lujo gastronómico. En 1987 había visitado por primera vez Tokio. En 1998 se va hasta la capital japonesa para fundar la primera boutique que llevará su nombre. No puede hacerlo en París por un contrato firmado con Ladurée. Allí, en aquella boutique, tan lejos, surge por fin el gigante que es hoy Hermé. Desde 2002, cuando finaliza el acuerdo que le impedía instalarse en la capital francesa, su expansión se hace imparable en París y en el resto del mundo. Hermé inventa una forma de entender la pastelería que lo asemeja a los grandes creadores de moda, presentando dos colecciones al año que los aficionados celebran como grandes ocasiones. Él ha recuperado para la modernidad los tradicionales macarons, incorporando a su receta ingredientes nunca antes imaginados, pero que a partir de sus creaciones han pasado a engrosar el patrimonio culinario dulce francés. Además de eso, mucho más allá de eso, ha sido el inventor de innumerables delicias entre las que se cuentan nombres como el Isfahán o el Carrément chocolat, por poner tan solo dos ejemplos. Sus dulces son obras maestras artesanales destinadas a ser admiradas por innumerables razones: la técnica magistral que se esconde tras cada una de ellas, la delicadeza que alcanzan sus texturas, la sensación de descubrimiento que transmiten, la brillantez, sutileza y equilibrio de sus combinaciones gustativas. El sabor, ante todo y sobre todo el sabor. Frente a la moda postiza de la decoración del dulce, Hermé investiga inagotablemente en el sentido del gusto, en los sabores posibles, los que proceden de cualquiera de esos rincones del mundo a los que le llevan sus viajes. Si alguien ha mostrado la senda del futuro a sus coetáneos pasteleros ha sido este exitoso hombre grande cuyas mayores aficiones en la vida son esos viajes y las visitas a los mercados de las ciudades que recorre para conocer en ellos cómo y de qué se alimentan los diferentes pueblos del planeta. Los ingredientes que encuentra en esos mercados y su forma de amalgamarlos por medio de técnicas prácticamente perfectas hacen de sus creaciones obras de un tipo de arte efímero casi lujurioso.
Miguel Ángel Rincón