Rodolfo Guzmán

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octubre 3, 2018

La reivindicación de lo chileno

Boragó es un restaurante piñata, de esos que apenas lo agitas empiezan a desparramar sorpresas. La primera que te asalta nada más sentarte a la mesa, aunque no la principal, es el agua. Viene embotellada desde la Selva Lluviosa Valdiviana y procede de la lluvia que se recoge en el bosque patagónico: mineralización casi nula y una naturaleza muy especial. Más que un detalle, toda una declaración de intenciones de un discurso culinario que avanza a contracorriente desde 2007, recorriendo los esquivos trayectos de las cocinas chilenas y quebrando una a una cada resistencia que va encontrando en el camino.
Y no son precisamente pocas. En una sociedad más afecta a lo que viene de fuera que a lo propio –si quieres comer refinado sugieren lo francés, y si buscas cocina popular te dirigen a lo peruano-, propuestas como la enarbolada por Rodolfo Guzmán en Boragó han venido siendo contempladas con distancia, desapego y sobre todo reticencia. Aunque las cosas empiezan a cambiar. Su presencia en el octavo lugar en la lista de The Latinomerican 50 Best -así, en inglés-, o su llegada al escenario de Madridfusión tienen bastante que ver en este giro.
El primer Boragó abrió en 2006 en un comedor chico y recogido, para trasladarse tres años después al actual espacio en Vitacura. Las cosas son claras en esta cocina: creatividad, preciosismo y raíces, muchas raíces, en un trabajo alimentado por una búsqueda permanente en el entorno; en las cocinas indígenas y en los productos que ofrece el paisaje, hasta ahora ignorados por la alta cocina chilena. Los tallos del cochayuyo, el curanto, el polvo de rica rica, las maderas que aromatizan una magistral pieza de carne de vaca, el maqui, el peumo, el espino…. Raíces, cortezas, hojas, ramas, bayas y algas se incorporan de forma natural a una propuesta que no se nutre de más producto convencional que la corvina, una especie de abalón que los chilenos llaman loco, o la carne de res. La base de esta cocina –será difícil encontrarle competencia en el mercado sudamericano- es la de siempre, pero ha quedado tan olvidada y se le aplican técnicas culinarias tan depuradas que el resultado final no deja lugar a la indiferencia.
El comienzo de su penúltimo menú –esta cocina avanza a tal velocidad que deja viejo cualquier comentario- muestra con claridad los senderos que recorre la cocina de Boragó. Es una ostra en salsa verde de cochayuyos, el alga marina que Rodolfo recoge cada semana con su equipo en las playas del Pacífico. La salsa incorpora además otras hierbas marinas: la carnosa, la salicornia roja y la frutilla de mar. El resultado es un complemento acidulado y herbáceo que confieren equilibrio y elegancia al plato. Un comienzo tremendo para un menú con otras referencias a tener en cuenta, como el caldo de raíces de ulte, una propuesta chocante aunque incuestionable (un caldo a base de raíz de cochayuyo completado con tallos y una variedad de lechuga de mar) y el curanto. El curanto ya es un plato endémico en la carta de Boragó. No sé desde cuando acompaña a Rodolfo Guzmán, pero lo encuentro en sus menús desde la primera vez que me dio de comer, hace ya tres años en el comedor de Alto, en Caracas. Debe ser el único plato que no ha cambiado en su carta. Allí permanece, siempre con el mismo formato. Básicamente es un caldo de mariscos que recrea los curantos tradicionales, con los que se solían acompañar las faenas de la “minga” (el traslado comunal de viviendas mediante un sistema de troncos rodantes). Esta vez lo sirve con un espléndido pan de papa y chuño. Siguiendo el menú encontramos otras referencias a tener en cuenta. Por ejemplo, la carne de vaca aromatizada con maderas y semillas de espino. El encuentro de la carne con los aromas del bosque otoñal aporta aromas torrefactados y un seductor toque achocolatado procedente de la semilla de espino. Y después llegaba el merengue vegetal de rica rica de Atacama, o el maqui (una baya) con yogur de pajarito (nombre local del kéfir) y algunos dejes de violeta, o el coulant de espino, un postre restallante y luminoso que se me antoja ejemplar.
Tampoco es indicativo. Volví una semana después y casi nada era lo que había, salvo el curanto, resistiendo en solitario la febril actividad creativa de una cocina que no para nunca.

Por Ignacio Medina