Tomas Kalika
Una de las muchas oleadas migratorias que han dado lugar a la Argentina actual, ese país mestizo y multicultural, vibrante, contradictorio y repleto de seducciones, tuvo lugar en la primera mitad del siglo pasado, antes y después de la Segunda Guerra Mundial.
Entre quienes llegaron en aquellos años se encontraba la familia de Tomás Kalika, nieto de inmigrantes judíos polacos que creció al calor de la cocina de su abuela. Ella había desembarcado en el país austral con pocas cosas en la maleta, pero con la memoria atiborrada de recetas heredadas: fatoush, varenikes, borscht, Kibbeh…
Llegado a la adolescencia, Tomás descubrió que lo de estudiar no le interesaba casi nada. Le apasionaba la música. Le gustaba replicar aquellos platos de su abuela en comidas familiares. Pero los libros poco. Tan poco que un día su familia decidió enviarlo a un kibbutz en Israel para asistir a un programa para adolescentes a quienes la escuela les atraía tan poco como a él.
Volvió a casa, pasaron los años y, decidido a elegir un camino en la vida, un día dejó a un lado la música y se centró en la cocina. A finales de los noventa retornó a Jerusalén, pero esta vez por voluntad propia y con un propósito: Buscó entre los restaurantes de la ciudad cuál era el mejor para formarse y eligió el Océanos, por entonces la opción de mayor prestigio. Allí consiguió que lo aceptaran como friegaplatos y diez años después dirigía su cocina.
Así se inicia el camino que, tras algunos intentos previos que salieron mejor o peor, y mucho interpelarse a sí mismo acerca de la dirección que debía tomar su cocina, florecen en Mishiguene.
Mishiguene, en el barrio de Palermo, tiene enamorado a todo Buenos Aires. Allí, Kalika elabora recetas cuyas raíces escarban en los fundamentos de la tradición judía actualizándolas, ciñéndolas al producto de la tierra y a una estacionalidad estricta.
Y no, no es kosher. Es sabrosa, divertida y elaborada con técnicas que rescatan del recetario ancestral lo necesario para ser auténticas, al tiempo que exploran en la modernidad para traer sus sabores hasta el siglo XXI.
Una apuesta bastante loca –Mishiguene, en yidish, significa algo parecido a ese adjetivo- que se complementa con vinos o maridajes sin alcohol, coctelería, cocina para llevar, carta y también menú degustación. Todo ello en un ambiente extremadamente moderno, en el que los viernes por la noche se desata el desenfreno con un par de músicos que tocan en directo el clarinete y el acordeón para recordarle al mundo que la cultura judía sigue muy viva y despierta en Buenos Aires.
Y que, aunque Tomás Malika no es excesivamente fiel a las tradiciones religiosas, en Mishiguene rinde homenaje a la cultura culinaria de su pueblo con una cocina actual, desenfadada, gustosa y bien ejecutada; una reinterpretación de la herencia recibida de su abuela polaca reconvertida en patrimonio culinario argentino contemporáneo.
Por Miguel Ángel Rincón